Se dieron durante el debate tantos argumentos falaces que, por momentos, parecía que los candidatos repasaban a conciencia un libro de texto acerca de cómo no se debe razonar. Más de 10 tipos diferentes de razonamientos incorrectos fueron apareciendo a lo largo de la discusión, algunos de ellos repetidos con insistencia, como el recurso de evitar la discusión sobre un tema concreto atacando la procedencia de las ideas que se consideran, evitando así discutir las ideas en cuestión. Esta falta de respeto hacia la capacidad de discriminación racional de la audiencia es una muestra más de la impunidad con la que puede comportarse quien sabe que forma parte de la cúspide de un sistema electoral que le protege de cualquier contingencia.
Los candidatos no sólo faltaron a la lógica, tampoco les preocupó en exceso la verdad de sus afirmaciones. Por dar un ejemplo, la tasa de desempleo en el primer trimestre de 2004 fue de 11,38%; no estaba, por tanto, por debajo del 10%, como afirmó uno de los candidatos. El número de imprecisiones que apareció en las intervenciones de los contendientes no es achacable más que a una combinación realmente llamativa de ignorancia y confianza en la incapacidad de los que asistían al debate para contrastar la información.
Sin embargo, el aspecto más grave de lo que vimos el lunes no tiene que ver con lo que dijeron, sino con lo que deliberadamente dejaron de mencionar los candidatos. Ni la corrupción, ni la necesidad de modificar la progresividad de nuestra política tributaria, ni los desahucios, ni el control de la especulación internacional, ni los paraísos fiscales, ni el enorme fraude fiscal, ni la promoción de medios para incrementar la calidad del sistema democrático merecieron mención por parte de aquellos que pedían nuestro voto.
El debate lo ganaron ampliamente los intereses de los grandes partidos. La sociedad civil no puede ser la gran perdedora de los próximos cuatro años.